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Toma de riesgos en tercera persona

Últimamente he recordado mucho a mi abuelo, un hombre que vivió en la época en la que era común emplearse para obtener un salario, hacer carrera y acumular tiempo para asegurarse una pensión. Habiéndose empleado joven, logró pensionarse por semanas cotizadas a los 60 años, -si es que la memoria no me falla-.

Para muchos, jubilarse es aspirar a realizar aquellas cosas que no les es posible hacer por estar atrapados en sus horarios y ocupaciones laborales. Al alcanzar las condiciones para disfrutar de su derecho adquirido: la pensión, a algunos les es posible viajar, emprender o aprender nuevas cosas. Mi abuelo era un hombre muy culto. Amaba aprender cosas nuevas. Se acompañaba a cada rincón de la casa con su periódico, la revista Siempre! y una radio-grabadora en la que todo el día sintonizaba Radio Educación. Constantemente aprendía algo. Si no estaba leyendo y escuchando el radio, veía la tele mientras tomaba su café. Café Legal era el que preparaba todos los días y del cual aún recuerdo el aroma. Desde los 3 o 4 años, me encantaba apropiarme del “tupper” en el que guardaba pan tostado para sacar algunas rebanadas y remojarlas en su café. Pronto aprendió a hacer más para que yo tuviera mi propia taza y así evitar que yo contaminara la suya con mi batido de pan mojado.

Lo recuerdo siempre sentado o acostado. Me hacía unas tortas de huevo maravillosas, por lo que cuando le pedía que me preparara una, se levantaba de su cama para ir a comprar los bolillos. Me quería y consentía mucho. Cumplía mis caprichos de ir por chicles de yerbabuena, de bajar mi bici por las escaleras del departamento para que yo pudiera salir con mis primos y amigos a recorrer las calles, de ir a comprar cosas a la papelería para que yo terminara mi tarea.  Él también salía con sus amigos, “los viejitos”, como los llamábamos. Eran unos 4 o 5 señores de su edad que se juntaban en la esquina de la calle, junto a un poste de luz y se paraban a platicar por horas. Nunca supe de qué hablaban, pero seguramente era de política y beisbol. Muchos de sus amigos y conocidos le llamaban “El Doctor”, porque era un polímata que sabía de todo. Recuerdo que cuando yo tenía 6 años, -era aproximadamente mi edad cuando se él jubiló-, algunos fines de semana él gustaba de ir a partidos de beisbol para ver a los Tigres. Por esa época, también realizó una visita a Veracruz durante la cual viajó en tren -o eso me contó- y a su regreso me trajo nanches encurtidos y bolitas de tamarindo enchiladas. Esos son los pocos recuerdos que tengo de él siendo activo. Recuerdo haberlo extrañado los días que estuvo ausente y de haberlo visto feliz a su regreso. Siempre me pregunté porqué no volvió a viajar -o no supe que volviera a hacerlo-.

En su juventud tomaba riesgos. Me contaba historias de sus largas expediciones con sus amigos por la selva de San Andrés Tuxtla. Tengo recuerdos vagos de imágenes mentales de cocodrilos y monos, por cosas él que me decía. También me gustaba cantar canciones de la revolución con él porque me explicaba qué eran las, por ejemplo, las Adelitas, las carabinas 30-30, y otras cosas que yo no entendía, pero no lo recuerdo tomando decisiones cruciales, ni riesgos. Tampoco lo recuerdo tratando de tener un mínimo de ese sentido aventurero que encontraba en sus relatos. Lo recuerdo más bien pasivo, escuchando radio, leyendo y aprendiendo… pero haciendo nada con aquello que aprendía. Acumuló conocimiento de la misma forma que acumulaba sus ahorros y su pensión.

Respecto a su imagen física, siempre usaba la misma ropa. Tenía 3 o 4 pantalones de algodón del mismo modelo, del mismo tamaño y del mismo color: azul rey; un cinturón de cuero que con el paso del tiempo se veía cada vez más gastado y las mismas 3 o 4 camisas de algodón color azul cielo con mangas cortas y una bolsa del lado izquierdo a la altura del pecho que terminaba en una ligera forma triangular. Poseía un sólo suéter: era blanco y muy desgastado. No era inusual encontrar que algunas de sus ropas estuvieran descosidas o tuvieran con hoyos, tanto así que algunas personas le regalaban ropa usada pensando que él tenía necesidad y que no tendría dinero para hacerse de ropas nuevas, pero lo que no tenía era interés por vestirse mejor. En vida, guardó su dinero. Muchas de sus decisiones giraban alrededor de esa acumulación de pequeña fortuna que cuidó con todo recelo. No viajó más, no lo disfrutó con familia, ni con amigos, ni en comidas. Nada. Él quería asegurarse de tener una vejez digna, pero no la tuvo. Circunstancias ocurren y éstas lo llevaron a morir prácticamente solo, sin dinero y en condiciones lamentables. 

La vida pasa: te enfermas, hay accidentes, crisis o un sin fin de situaciones potenciales que pueden quitarnos en un segundo aquello que procuramos tanto acumular. Gastamos la vida y el tiempo mientras nos desgastamos acumulando dinero, datos, certificados, etc., … La misma sociedad promueve y exalta la abundancia de posesiones porque las relacionamos con riqueza y éxito. Algunos acumulan para presumir, otros más por razones distintas, pero al final el propósito es asegurarnos un futuro y un presente mejor. Mi abuelo confió demasiado en su pequeña fortuna durante su presente pero murió de la manera en la que menos quería hacerlo. 

Mi reflexión en primera persona: Dicen que uno regresa a donde se siente seguro porque es lo que conoce. Soy una persona con alas muy grandes, dispuesta a la aventura y alguien que busca el cambio constante. Últimamente comprendí que mi abuelo, mi figura paterna, había dejado una huella fuerte en mí, y que aunque me sentía segura y en paz con ella, sus prácticas no forman parte de mi esencia, porque necesito estar en constante movimiento. Aunque me heredó el hambre de conocer y buscar lo nuevo, desde edades tempranas sabía que parte del aprendizaje no radica únicamente en consumir y acumular datos, sino que se aprende de la experiencia.

Como muchos ya sabemos, solemos replicar patrones familiares y recrear aquello con lo que nos sentimos seguros, por lo que recientemente atesoré vivir con una persona con la que sentí paz pero también mucha frustración por la falta de aventuras. Esta persona tenía el potencial inicial del Alfa, pero pronto se tornó en alguien que no deseaba tomar riesgos y cuyas decisiones se centraban en la acumulación de sus ahorros más que en el anhelo de explorar la vida. Alguien que, al igual que mi abuelo, parecía deprimido, aunque no lo aceptaba y culpaba a otros de sus desgracias y su pasividad ante la vida. Descubrí recientemente que regresé a vivir con mi abuelo y que quise rescatarlo, pero como siempre digo: no se puede ayudar a quien no quiere ser ayudado. 

Mi única esperanza es que las condiciones de nuestra separación hayan, al menos, provocado que retome su pasión por la vida, que incentive su capacidad de accionar y activarse, así como su potencial de tomar decisiones saludables, porque nada me daría más tristeza que terminara sus días perdiendo aquello que ha cuidado tanto debido a alguna enfermedad o por alguien con pocos escrúpulos.

Yo, por mi parte, agradezco la reflexión y la evolución a partir del conflicto.

Ab imo pectore. Amicitiae nostrae memoriam spero sempiternam fore.